Una familia que le dio vida al barrio

Felipe Pablodsky.

Camino por la calle Cochabamba y siento que las baldosas reconocen mis pasos. Durante más de 30 años fui y vine por ella en busca del abrazo diario y el mate pronto para la charla cotidiana con mi madre. Antes de llegar a ella y como un rito, me paraba frente a la vidriera de la lencería de Cochabamba 617 -CABA-, eligiendo con los ojos lo que necesitaba comprar y haciendo cuentas mentales.

Por eso, cuando Felipe -su dueño- aceptó mi invitación de hacerle una nota lo tomé como un logro, porque sé que es una actitud generosa y excepcional de su parte. Voy a su encuentro y al de su esposa, Silvia Fraerman, entusiasmada porque parte de la historia del barrio la forjó su familia. Y no exagero, ya que sus padres Pablo y Delia eran los dueños de la Tienda Perú, que abrieron en 1938 en la esquina de Cochabamba y Perú.

El Sol: ¿Te criaste en el barrio?

Felipe Pablodsky: Nací en la calle Cochabamba 550, hace 75 años. Luego nos mudamos a la vivienda que tenía el negocio de mis padres. Nunca me moví de acá, mis primeros pasos los hice en el parque Lezama.

 ¿Cómo era la vida en esos años?

San Juan era angosta y pasaba el tranvía 26 que doblaba en Perú; donde está el San Juan Tenis Club, era la casa de unas clientas nuestras. A su izquierda estaba el almacén de Mito que traía -en su canasta de mimbre- la mercadería que mi mamá le encargaba. El sodero venía con un carro tirado por un caballo, un día se le espantó y salió corriendo por Perú, él se colgó de su cuello y logró frenarlo en San Juan. El huevero golpeaba la puerta de atrás de la tienda y mi mamá elegía los huevos que le compraba. El lechero pasaba con los tarros de leche; los chicos jugábamos a la pelota en la calle y cuando pasaba el coche de la policía -un Ford viejo-, salíamos corriendo. El diariero venía a traer los diarios y revistas que mis padres le compraban; un día, cuando se estaba por ir, mi mamá lo llamó para pedirle algo y en ese momento hubo un gran choque donde uno de los autos se fue contra la puerta… podría haberlo matado. Siempre decía que ella le había salvado la vida.

Los vecinos te conocían desde chico…

Sí porque desde que nací, transitaba con mi triciclo entre los clientes y empecé a vender corpiños y bombachas antes que a caminar (dice riéndose). “La tienda de Pablo y Delia”, como la conocían todos, estuvo en esa esquina hasta 1970 cuando nos mudamos a este local.

¿El local original era de ustedes?

No, alquilábamos y la dueña decidió no hacerlo más. En ese momento estaban construyendo este edificio, con locales. Fuimos a la inmobiliaria, ya estaba hecho este y tuvimos la posibilidad de comprarlo pagándolo en cuotas durante muchos años. Eso fue antes de dejar el otro; todo se dio al mismo tiempo.

¿Y el casamiento también?

¡Sí! Nos casamos en abril de 1970, antes de hacer el traslado. Mis padres nos prestaron -por unos meses- su departamento de Perú y San Juan y volvieron a la vivienda donde estaba la tienda, hasta que pudimos habitar el que compramos en este edificio nuevo. Recuerdo que la puerta principal era una madera con un ganchito y nuestro departamento lo terminaron más rápido, para que pudiéramos mudarnos.

Era una edificación alta para el barrio

El edificio soportó un sismo muy fuerte, a raíz del cual se muere mi padre. Fue en la ciudad de Caucete, San Juan, en noviembre de 1977. Se asustó porque empezaron a caerse los frascos y como sabía que estábamos arriba, en el departamento, pensó que el edificio se desplomaba y que no podríamos salir; se le produjo un pre-infarto y al mes se murió.

Silvia acota un detalle significativo y poco conocido, del inmueble: “En la entrada hay un mural realizado por el pintor Carlos Torrallardona” y Felipe cuenta: “Lo hizo porque era amigo de quien lo construyó, el Ing. Mazzariello. Un integrante del consorcio propuso venderlo y una propietaria realizó los trámites para que lo declararan patrimonio histórico nacional y así lo impedimos”.

¿Alguna vez pensaste en dedicarte a otra cosa?

Estudié un tiempo Ciencias Económicas, pero decidí trabajar en el negocio. Era hijo único y tuve muy buena relación con mis padres. Él me dijo: “Si querés estar en la tienda conmigo, dale nomás. Las ideas que tengas, son todas aceptadas”. Fuimos sacando la mercería, la perfumería -porque nos inclinamos por mercadería no perecedera- y teniendo en cuenta lo que pedían los clientes.

¿La gente del lugar era pobre?

No. Era gente trabajadora de buen pasar y gastaban su dinero en el barrio. Industriales, profesionales -como el Dr. Garibaldi que vivía en Perú al 1200, donde están las rejas; los Dres. Chavín -dos hermanos, uno cardiólogo y otro cirujano que tenía una clínica muy importante en la Av. Belgrano-. Había empresas grandes, por ejemplo: En el edificio del Club San Telmo estaba la Maderera De Petris cuyos dueños eran muy ricos; en Perú al 1300, donde ahora hay un edificio nuevo, estaba Helios Alcohol y cuando se fueron se instaló Metalúrgica Worcester; los Helados Macris, con su flota de camiones; Canale.

Incluso, agrega Silvia, “el edificio de enfrente se llamaba Canale y el de la esquina -donde está el bar- era la Embajada de Panamá”.

Muchos no saben ese dato…

En la parte de arriba vivía el Embajador de Panamá, su señora e hijas eran clientas nuestras. Pero hay más (dice Felipe, como un mago que va sacando las sorpresas de la galera), en la planta baja estaba la administración del Colectivo 60; cuando llegaban los colectivos, todos los chicos nos juntábamos y los choferes nos permitían subir para que vaciáramos la boletera buscando los capicúas. En esa época nuestros juegos “electrónicos”, en el cordón de la vereda, eran: los autitos, las figuritas y bolitas.

¿La autopista transformó la zona?

Lamentamos en su momento la llegada de la autopista. La idea original era que pasara sobre la Av. Garay, pero por la iglesia que está frente a la Plaza Constitución -que es intocable- tuvieron que hacer un desvío y fuimos afectados nosotros. Hoy es comodidad, un servicio, trae modernidad; pero en aquel entonces nos quitó clientela porque se fue mucha gente y tiraron abajo edificios muy bonitos, de categoría. Recuerdo la casa que estaba en Cochabamba al 500 -donde es el club San Telmo-, su dueña era francesa y tenía patios con mayólicas traídas de Francia; la tiraron abajo sin consideración.

Además el ruido…

Todos los países europeos o americanos tienen protección sonora para la gente, acá no. Los he fotografiado. Grandes paneles acústicos para que el sonido no se escuche. En los pisos altos no se oye nada por el ruido de los autos. Dicen que es imposible hacerlos, yo creo que nada es imposible más cuando se trata de impedir que la sonoridad de los coches altere la vida de la gente.

¿Por qué no se arreglaron las casas?

Eso es lo malo de San Telmo, en otros países mantienen la fachada pero permiten hacer adentro cambios o mejoras para que la gente tenga un buen vivir, pero acá no se permitía nada. Eso fue en contra del barrio. El que quedó siguió, pero los hijos no porque era un barrio sin futuro.

Esa decisión cambió la fisonomía barrial y Silvia lo confirma: “Cuando se tiraron casas y otras quedaron vacías, hubo muchísimas tomadas. Además el Arq. Peña no permitía tocar nada, incluso la marquesina del edificio no pudimos modificarla porque tenía que mantener el estilo de la época”.

¿Y ahora, cómo lo ves?

Se nota un cambio generacional. Fue mejorando con el tiempo, hoy está el edificio torre a la vuelta que trae nuevos clientes. Tiene futuro, hay que ayudarlo con vigilancia para evitar problemas y buena iluminación. Hace dos meses colocaron luz en la calle, hacía años que venía pidiéndola y fuimos los últimos en recibirla cuando en toda la ciudad había. Acá pusieron un club, un gimnasio pero no lugares que atraigan gente o se renueve como la Feria del San Telmo. Los domingos esta calle se ve desierta, cuando cerca está lleno de personas paseando; la otra cuadra está asfaltada, en esta dejan el adoquín y hay pozos que no se arreglan. Por otro lado, la calle Defensa con los adoquines mal hechos, mal pegados…

Por su parte, Silvia reafirma: “Desde que se hicieron edificios, hace aproximadamente siete años, hay más gente. A la juventud le gusta el barrio, a medida que se construya seguramente va a progresar”.

¿Mantienen los clientes?

Tenemos una clientela fiel porque los tratamos como si fueran amigos de años. Les ofrecemos artículos que tengan marca pero con precios accesibles, que sirvan y les duren. Acá todo es a favor del cliente; si hay algún problema con la mercadería el cliente tiene razón, siempre lo defendemos. Si estoy bajando la cortina y una persona quiere comprar, la hago pasar aunque esté fuera de horario. Eso que dicen: “La mercadería de la vidriera no se vende”, acá no existe. Si la quieren, la saco y se la doy. Las señoras del hogar de la calle Balcarce al 1200, creo que son todas clientas, porque no las hacemos esperar, les ofrecemos una silla, les cuidamos el peso, vienen confiadas y tranquilas.

“Eso siempre atrajo a la gente además del trato, la honestidad, porque no vamos a engañarlos. Nunca tuvimos ningún problema”, sostiene Silvia.

¿El negocio es tu vida?

En parte sí pero tengo mil cosas para hacer: plantas que atiendo mucho, mis peces, colecciono billetes de moneda argentina, en su momento estampillas; hice un curso de fotografía que quedó a mí cargo cuando el profesor se fue, porque me encanta sacar fotos (las que están en la nota, son suyas); pinto… no considero que haya momentos para aburrirse.

Felipe y Silvia tienen una hija -Gabriela- y dos nietos de 13 y 16 años. Los cuidaron hasta que fueron al jardín -mientras sus padres trabajaban- entre la mercadería y los clientes, como le pasó a él.

Isabel Bláser

 

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