Una mujer que da batalla
Ana Reynaga
Un mundo mágico se abre, si uno pasa la puerta de entrada de Carlos Calvo 782 -CABA-.
Estantes con zapatos, botas, borcegos, sandalias con plataforma, muebles antiguos, espejos a la altura de los pies, pedazos de cuero sobre los sillones, herramientas varias, hormas y todo lo que tenga que ver con un taller de calzado. Más precisamente, un lugar donde se respira creatividad y trabajo artesanal.
Quiero saber quién es esta vecina que camina el barrio habitualmente con su perra Holanda, termo y mate en mano. Precisamente esto es lo que me ofrece -Ana Reynaga-, cuando nos sentamos a conversar.
“Tengo 38 años y hace alrededor de diez que me dedico a hacer zapatos de manera artesanal. Antes trabajé de camarera en restaurantes y alguna otra cosa, pero nunca me gustó estar en relación de dependencia o tener horarios y levantarme temprano. No me banco mucho la relación con los dueños y ese tema siempre me pareció complicado”, dice.
¿Una rebelde? No, simplemente un modo diferente de transitar la vida. Se nota que no se siente cómoda en una estructura convencional y lo confirma cuando comenta que buscó algo para poder vivir de eso y si no lo encontraba, lo inventaría porque “lo mío tiene que ver con el hacer con las manos, también podría haber ido por el lado de los muebles. El zapato es una circunstancia, siempre me resultó cómodo estar en un taller o con las herramientas; es algo constructivo, claramente el destino me llevó por este lado”, explica.
El Sol: ¿Cómo fue el camino que transitaste?
Ana Reynaga: Nací en Barrio Norte, viví también en Palermo, Boedo y La Boca donde tuve un taller que me prestó una amiga y después me vine para acá. En cuanto a mi relación con los zapatos, en la adolescencia, un amigo empezó a hacer un taller de moldería con un maestro zapatero y fui con él. Aunque después nos aburrimos y no lo pudimos sostener, tuve una introducción de qué era y ahí se “metió una semilla”. Con el tiempo necesité salir del trabajo de camarera, conseguir algo donde pudiera administrar mi tiempo y que me gratificara.
E.S.: ¿Entonces?
A.R.: Unos años después, estaba viviendo en Palermo, empecé a diseñar un modelo muy sencillo de sandalias que tenían elástico, eran fáciles de resolver, simples. Alguien se interesó y me empezaron a comprar. Me conecté con emprendedores que hacían remeras y otras cosas y que estaban en la misma: cómo vivir de lo que fabricaban. Vendíamos en la calle, en la plaza y fue mi punto de disparador para lo comercial. Me asomé a la moldería y luego la parte de organización, porque me interesaba y es lo que más me gusta. A eso se agregó que no tenía quién me los hiciera, ya sea porque no me tomaban en serio o por la poca cantidad, por eso pensé que tenía que hacerlo yo.
E.S.: Te llevó la necesidad.
A.R.: Fui un poco autodidacta, porque -además- en ese momento Google no estaba a full. Busqué mi manera, ayudada por consejos de artesanos o maestros zapateros. Me costó encontrar porque no hay tantos, ya que la mayoría son compostureros y siendo mujer es más difícil. Me gustaría encontrar otra que realice todo el zapato porque hay las que tienen su marca, pero diseñan y se los producen otros. Yo los diseño y los produzco, hago todo y con el tiempo me aboqué más a la parte del armado.
E.S.: Se abrió un mundo…
A.R.: Sí, ahí empezó todo. Pero no fui yo sola, era una época donde había mucha demanda por el alto consumo interno, alrededor de 2009 a 2013. Trabajaba con dos personas más y en una oportunidad, con un pedido muy grande, tuvimos que hacerlo en una terraza ya que el olor al pegamento era fuerte y no se podía en un lugar chico porque se saturaba mucho. Una época donde veías a todos haciendo algo, con ganas porque había un contexto que acompañaba eso: tiendas en todos lados, muchos emprendedores que hacían remeras, carteras, zapatos.
Ana, para graficar lo que sostiene, recuerda la vez que le encargaron muchos pares de zapatos juntos y un grupo de actores amigos tomaron ese tema e hicieron una obra de teatro que se llamó “500 pares”. La representaron durante dos meses todos los domingos. “Era otro momento, cada idea daba lugar a otra, porque el modelo político de ese tiempo apostaba a lo productivo y no a lo financiero. Ahora eso cambió y se siente mucho porque aumentan los servicios, se importan los productos y el mercado interno casi no existe y eso es algo explosivo para los emprendedores, ya sean chicos o grandes”, afirma.
E.S.: ¿Te preocupa tu desarrollo futuro?
A.R.: No tengo la responsabilidad de una PyME que tiene empleados y debe cubrir esos gastos. Eso es mucho más grave. En mi caso, hago todos los procesos y en algún momento que pueda necesitar una mano, por ejemplo, una amiga que hace ropa me ayuda a coser. Pero si sigue sin haber demasiado consumo interno, no voy a poder vender por más onda que tenga, porque no me voy a poder sostener en el tiempo con una baja producción.
E.S.: ¿Qué pasa con los que recién comienzan?
A.R.: Me relaciono con alumnos de la FADU (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo-UBA) de la carrera de diseño de indumentaria, porque tienen que hacer un prototipo de calzado y me consultan. Veo que están desentendidos de la realidad y les digo: ¨ ¿Vas a estudiar seis años para que después la oferta laboral sea por dos pesos?¨. Muchos no lo ven. Creo que hay que exigirle al gobierno para que dé las mejores condiciones para desarrollar lo que estudiaron, porque si no tendrán que irse afuera. No está bueno eso, porque vinimos al mundo a desarrollarnos, para eso tenemos que tener todas las posibilidades y ganar lo más que se pueda por lo que hacemos, no un salario mínimo despreciable.
E.S.: Es como desvalorizar el trabajo que se hace.
A.R.: Claro, porque nadie se siente orgulloso de tener que vender lo que hace por dos pesos. Eso es un asunto político, la política está siempre agazapada en todo. La política no es solo reducida a lo partidario, es algo más amplio. Hay gente que se desentiende, aunque vivimos el 2001; sin embargo, muchos no lo tienen en cuenta.
Ana demuestra una conciencia social que la moviliza y la hace menos tímida de lo que parece. Es clara en sus conceptos y usa los ejemplos para demostrar que su teoría tiene relación con la realidad. Pero no se queda en eso, vuelve a su taller, a su trabajo cotidiano al que quiere defender para poder conservar esa libertad e independencia que consiguió.
Por eso, detalla los pasos para fabricar un zapato y siguiendo su forma clara de describirlo, se para, busca alguna horma, pedazos de cartón ya marcado y lo manipula para mostrarme -a grandes rasgos- cómo se hace el trabajo. “Trato de dibujar la idea (diseño), pero a veces agarro la horma -que antes era de madera y ahora de plástico, porque tienen más duración ya que no se desgastan con cada golpe- o lo pruebo en mi pie. La encinto, dibujo sobre la cinta la idea que tengo -aquí hay tres puntos que son la referencia para saber dónde está el escote, dónde llega o quiebra-; la paso de tres dimensiones a dos, haciendo el dibujo; saco un molde en cartón del patrón de un número (moldería); se hace la escala para los otros (escalista); dibujo en el material el diseño; lo corto (cortador), este paso es delicado porque se puede fallar en el corte o el material ceder más de un lado; coso las piezas, ensamblándolas (aparador); lo pongo en la horma; pego la suela, el taco, arreglo los detalles y lo dejo prolijo (deformar y revirar) y lo pinto si hay que pintar los bordes de la suela y el taco (empaquista)”.
E.S.: ¿Cuánto tiempo lleva todo esto?
A.R.: En general son, alrededor, de 24 horas de trabajo no -obviamente- seguidas. Trato de trabajar de a varios zapatos, pero si tengo que pensar en tres o cuatro pares puedo tardar tres o cuatro días para terminarlos. Hay que tener en cuenta los tiempos medios, porque los materiales tienen que estar un día en la horma para que se asienten.
E.S.: ¿Qué sentís cuando ves a otro con tus zapatos?
A.R.: Una vez en Punta del Diablo, Uruguay, me crucé con una chica que tenía puestas unas sandalias que había hecho años atrás, en el subte también me pasó o veo por Facebook a alguna amiga que está en Berlín con mis zapatos y me encanta. Es una satisfacción, porque no es sencillo llevárselos en un viaje, tienen que sentirse cómodos en el andar.
E.S.: Y no se tienen que romper…
A.R.: Trato de hacer los mejores zapatos, tengo clientes de hace tiempo y hay que saber que es un objeto que debe soportar el peso del cuerpo, la forma de caminar, tiene que ser algo cómodo y resistente.
Reynaga me muestra sus modelos, donde se ve una línea clásica pero con algún detalle novedoso que los hacen originales y dice: “No podría hacer un zapato que esté muy lejos de mi gusto o lo que yo usaría. Hace alrededor de siete años, produje una línea con plataformas muy altas, combinando en ellas colores, cuando no eran furor”.
En cuanto al costo, rondan los $900 las sandalias simples; $2.600 los zapatos cerrados de cuero o $3.500 las botas o borcegos de gamuza y cuero. Los clientes pueden elegir dentro de los modelos y las combinaciones de materiales que tiene.
Cuenta que el barrio la recibió con algunas resistencias porque se extrañaban de una mujer artesana que trabajaba con herramientas (“algo que en general hacen los hombres”, dice) produciendo zapatos, poniendo plantas en el frente de su casa (“porque al barrio le falta verde”, comenta) y además no conocía el código del lugar “porque San Telmo es otra cosa”, agrega. Pero “di batalla y se dieron cuenta que tenía la mejor onda y que soy generosa, porque si necesitás algo te voy a ayudar”, concluye.
Texto y foto: Isabel Bláser
Pueden ver las creaciones de Ana en:
Instagram: @reynagazapatos
Taller-showroom, con cita previa, Carlos Calvo 784 -CABA-