Veredas porteñas

“Señor director, lo felicito por su suelto ´´Las veredas y las compañías de electricidad”, es verdaderamente escandaloso lo que sucede. Las compañías abusan a su antojo, cuando serían tan fáciles hacerlas entrar en vereda. Propongo por medio de su ilustrado diario lo siguiente. Dentro del perímetro comprendido entre las calles Belgrano, Salta, Libertad, Santa Fe, y el río, no se permitirá colocar más de una cuadra de cables por noche a cada compañía”.(1)

 No es de extrañar que lo sugerido en esta carta de lectores nos resulte familiar, debido a los continuos reclamos de ciudadanos cansados de tener que lidiar con el estado de muchas veredas de la ciudad. San Telmo no es la excepción, lo curioso es que se publicó en el diario La Nación el día martes 4 de octubre de 1898.

Es necesario recordar que desde 1853 en que el vecino Etchepareborda concretó -en su casa de Rivadavia y Suipacha- los primeros ensayos de iluminación eléctrica fue recién en los años finales del siglo cuando se comenzó a reemplazar los antiguos métodos de iluminación con el nuevo prodigio de la luz eléctrica, proceso que duró muchos años hasta llegar a todos los barrios porteños.

Por lo cual las pobres veredas y los desprevenidos transeúntes debemos soportar hasta hoy las roturas para la instalación de redes de distintos servicios y los largos períodos de trabajos que se repinten a diario.

Pero, a pesar de este largo preámbulo, el objeto de esta nota es recordar cómo fue la evolución de las veredas desde los comienzos de la ciudad.

Ya en el siglo XVIII Buenos Aires era una ciudad extendida hacia el sur de la actual Plaza de Mayo, que en esos años era un gran espacio sin ningún tipo de equipamiento urbano por lo que se transformaba en un gran lodazal en los días de lluvia, suerte que corrían las calles y los sectores aledaños a los arroyos que -siguiendo la pendiente del terreno- desaguaban en el Río de la Plata.

En esa época de virreyes, Juan José Vértiz y Salcedo -que asumió su cargo en 1778- trató, con varias medidas, de solucionar los problemas urbanos de la ciudad. Entre ellas, fue la necesaria determinación de incorporar veredas a las calles porteñas.

La piedra fue elegida para ello, no solo por ser un material que requería una sencilla mano de obra sino porque -además- poseía gran durabilidad.

Con el correr de los años Buenos Aires siguió creciendo y fue necesario adecuar sus calles a las nuevas exigencias urbanas.

En el Catastro Beare, realizado en la década de 1860 a 1870, se puede comprobar ese desarrollo que con epicentro en la Plaza de Mayo se extiende a su alrededor solo contenido por la costa del río. Además de la configuración de las manzanas y su división parcelaria el catastro aporta datos referidos a quienes eran los propietarios, qué tipo de iluminación tenían calles y de qué material fueron sus veredas.

En el año 1894 la Ordenanza de Cercos y Veredas estableció que las mismas serían de piedra o mosaico asentados con un mortero de cal, cemento y arena sobre un contrapiso de cascote apisonado.

Foto cedida por Hugo Céspedes, de la vereda de la calle Defensa y Alsina.

Algunas veredas de piedra aún subsisten; en la calle Alsina al 400 puede verse una de ellas, ya que las normas que rigen el Casco Histórico no permiten su substitución.

No podemos olvidar las antiguas veredas de ladrillo o baldosa colorada muy comunes en los barrios alejados del centro, que tenazmente se mantuvieron ante el avance -en el siglo XX- de las baldosas calcáreas de pancitos o vainillas de característico color amarillo. También es posible encontrar viejos remiendos, que ante la desaparición de las baldosas originales, eran substituidas por baldosas de patio, que con su variada y colorida ornamentación ponen una nota de color en el lugar.

Frente a los portones de los corralones, depósitos o talleres de principio de siglo las baldosas del resto de las veredas se sustituían por adoquines, solado que continuaba en la calle interior, lo que aseguraba a los carros y vehículos un tránsito sin riesgo de rotura de la acera.

Los árboles fueron y son los fieles compañeros de las veredas, en las reglamentaciones municipales desde siempre se los ha tenido en cuenta al indicar qué especies son las más aptas para asegurar sombra en verano y sol en el invierno. Los vigorosos gomeros, que no están autorizados, hacen su aporte a la rotura de las veredas. Sus sedientas raíces avanzan en busca del agua levantando y rompiendo las baldosas, mientras que sus hojas tapan las bocas de tormenta.

Los baldosones de cemento de 40 x 40 y 40 x 60 centímetros se impusieron en nuestra ciudad desde hace varias décadas, por su fácil colocación y durabilidad. Estas cualidades solo se verifican si están correctamente colocados; evidentemente esto no sucede, ya que es frecuente ver piezas rotas o sueltas de su contrapiso.

En los últimos tiempos una ola renovadora ha invadido la ciudad y muchas calles perdieron sus veredas al rebajarlas al nivel de la calzada.

Ya no hay diferencia entre una y la otra, solamente pretende establecer un límite una serie de bolardos de hierro con forma de agresivas balas de cañón que vaya uno a saber por qué parecen no haber explotado.

Las veredas por las que caminamos diariamente y a las que no le prestamos demasiada atención, son parte ineludible de la ciudad. Hace mucho eran una extensión de nuestra casa, por la tarde se llenaban de vecinos y de chicos que jugaban con autitos, bolitas y rayuelas; cuidarlas es un deber compartido entre las autoridades del Gobierno de la Ciudad, las Empresas de Servicios, de los propietarios de los inmuebles y también de los vecinos.

De pibes la llamamos: “la vedera”

Y a ella le gustó que la quisiéramos

En su torno sufrido dibujamos

Tantas rayuelas…

Julio Cortázar – Veredas de Buenos Aires.

 

Eduardo Vázquez

 

1) Carta de Lectores citada en el libro “La Modernización de Buenos Aires en 1900”, Oscar Troncoso, AGN.

 

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